Si un negocio, al intentar crear su propia imagen corporativa, se pasa un tiempo pensando en lo que quiere transmitir (o paga a un diseñador para que  lo piense), la pregunta es, entonces  ¿por qué no se medita también otros aspectos del negocio, como la disposición estética de los baños?

Los baños son el lugar donde uno, como si fuese parte del destino (nada hamletiano,, por cierto) acaba siempre acudiendo, como si fuese el único lugar donde todas las personas tuviera que ir, en un momento u otro, después de una comida copiosa. Una o dos botellas de vino, un par o tres de cañas o unas cuantas botellas de agua… Y si nosotros lo sabemos, el dueño del negocio también debería saberlo. Y por tanto, debería hacer del baño el Sancta Sanctorum de cualquier negocio de hostelería. No la cocina, ni siquiera la disposición del local donde están los comensales.

Por otro lado, la experiencia de entrar en un baño siempre supone un rito: ir casi siempre al fondo del local (derecha o izquierda), encontrar la luz (a veces una tarea titánica), al entrar, respirar levemente para saber si el anterior visitante tiró de la cadena (en el caso de funcionar) para comprobar que durante el placer de miccionar (u otras necesidades) vamos a poder hacerlo respirando y finalmente, tirar la cadena para volver a salir a la realidad del restaurante y comprobar que, más aliviado, todo sigue igual.

Y luego estamos nosotros, mentes lúdicas con una cámara fotográfica, que nos da por tener pensamientos metabañicos (pensar en el concepto del baño, en relación con la imagen del local, dentro del propio baño).


Y en esto estamos.